El microbioma es el conjunto de todos los microorganismos que viven en nuestro cuerpo que incluyen bacterias, virus, hongos, protozoos y helmintos (estos últimos son las lombrices de toda la vida) y todos sus genes respectivos. Para que te hagas una idea de la importancia de esta fauna microscópica, el número de microbios que viven con nosotros son 1014 (eso quiere decir 14 ceros detrás) y el número total de células en nuestro organismo es de 1013. Es decir que por cada célula tenemos 10 seres microscópicos acompañantes. Si esto te asusta, todavía hay más. El fabuloso ser humano dispone de 25000 genes para desarrollar todas sus funciones, en comparación con el millón de genes conocidos de todos los microbios que conviven con nosotros (aunque se sabe que todavía hay más). Nuestros genes reciben más información de los genes de estos bichitos que de nosotros mismos. Este hecho quiere decir que nuestra salud depende en gran medida de que nuestra microbiota se mantenga en equilibrio.
Nuestra huella microbiana personal y única se va desarrollando a lo largo de nuestra vida. Y en ella se queda reflejada nuestra salud, la de nuestros padres, el tipo de alimentación, los hábitos de higiene, la actividad física, las emociones, las medicaciones, la exposición a tóxicos, antibióticos y otros medicamentos entre otros muchos factores. El resultado final es un combinado microbiano propio que te identifica con mayor precisión que tu ADN y que impactará positiva o negativamente en tu salud, según como hayas vivido.
La bibliografía científica es abrumadora en cantidad y calidad de las consecuencias en la salud de una alteración de la microbiota en una gran variedad de enfermedades de todo tipo, desde inflamatorias, autoinmunes, degenerativas, metabólicas, cardiovasculares o cánceres. Y en todas ellas se ha descrito que si somos capaces de recuperar el equilibrio de nuestra microbiota, se consigue una mejoría en la evolución y el pronóstico de la enfermedad de base.